Relato sobre Prehistoria: «Cráneo 5: Miguelón»

Cráneo 5

El relato que os pongo en esta entrada lo he realizado recientemente para presentarme a un concurso de cuentos de navidad de un periodico local cuyo tema debía ser Atapuerca y la Prehistoria. Así, decidí contar la historia del cráneo número 5  al que denominaron «Miguelón», con una antigüedad de unos 300.000 años se trata de un Homo heidelbergensis que vivió unos 35 años y que murió a causa de una infección provocada tras fracturarse un diente.

CRÁNEO 5: “Miguelón

Sierra de Atapuerca, la rosada Aurora aparece por oriente un día cualquiera de hace 500.000 años. El frío de la mañana es intenso, el río Pico y sus terrazas están llenas de vida. Hipopótamos, caballos, leones, lobos y zorros conviven en sus verdes laderas. Las águilas emprenden sus vuelos en busca del sustento diario y los osos hibernan en este momento del año en oscuras cuevas, abundantes en la región. En las mismas se esconden en sus madrigueras pequeñas musarañas, ratas de agua y de sus paredes cuelgan los negros murciélagos hasta el devenir de la siguiente oscuridad.

En una de esas cuevas rocosas, al abrigo del glacial viento, despierta la vida en un clan de Homo heidelbergensis, homínidos predecesores de los neandertales, en torno a una casi extinta hoguera en el centro de su lugar de habitación. Unos sonidos fuertes y secos fueron los primeros en escucharse en el eco de su profundidad seguidos de los lloros de un bebé al que su madre enseguida recogió para amamantarle. Los golpes procedían del líder del grupo que estaba acabando la talla de un hacha de mano que unió posteriormente con resina de árbol a un mango de madera dejándola junto a los demás útiles que la partida de caza utilizaría en el día de hoy.

Era un hombre nacido treinta y cinco inviernos atrás siendo, por ello, el mayor del grupo. Contaba con anchos hombros y fuertes músculos que le hacían alcanzar los cien kilos de peso y vestía con gruesas pieles a pesar de su abundante pelamen. La cara, hinchada en el lado izquierdo por una infección que le surgió tras fracturarse un diente, le retrataba con una expresión muy tosca caracterizada por unos anchos orificios nasales, un pronunciado hueso en forma de arco encima de los ojos y la carencia de mentón. El gélido frío de aquella mañana agudizaba el dolor causado por la infección que le estaba provocando altas fiebres intermitentes desde hacía unos días. Quizá era eso lo que le infundía malestar, o tal vez tenía un mal presentimiento.

A mediodía los hombres del grupo partieron armados con hachas de mano y lanzas de madera de dos metros que culminaban en una punta de sílex. Solían ir a una zona que distaba unos pocos kilómetros de su campamento. Allí abundaban los ciervos que pastaban campantes por la cima de una colina, por cuyo lado sur se precipitaba una caída de unos diez metros a unas morrenas afiladas que habían sido manufacturadas a base de golpes en sus ángulos por los cazadores. De esta manera, éstos se reunían en el lado norte de donde salían repentinamente dando grandes berridos y aullidos que lograban asustar a la manada que, alterada, huía por las empinadas laderas despeñándose siempre algún ciervo por el lado deseado, dichas agujas eran una trampa mortal. Posteriormente, los cazadores que esperaban abajo debían asegurarse de la muerte del animal y comenzaban con su despiece utilizando sus bifaces y hendedores.

Sin embargo, la estrategia no salió en esta ocasión como todos hubieran querido, ningún animal cayó en la trampa. Además, en un giro inesperado, uno de los ciervos se desvió en su excitada carrera de la manada en estampida en dirección hacia los hombres, en un instante de despiste el líder no se percató de su proximidad hasta que uno de sus compañeros le sacó de su ensueño a gritos. Pero ya era demasiado tarde para que evitara la embestida del animal con su dura cornamenta, pasándole por encima y dejándole mal herido entre la vegetación. Fue una mañana aciaga para el grupo. Trasladaron su cuerpo hecho trizas al campamento donde le fueron aplicados sobre sus heridas ungüentos y hierbas medicinales, pero no pudo soportar las altas fiebres provocadas por la infección a la que se añadió el dolor de sus huesos quebrados. Tras unas horas días de agonía, ya no volvió a despertar dejando al grupo sumido en sollozos.

Así, procedieron a su enterramiento de la manera que marcaba la tradición del clan y que llevaban realizando durante generaciones. En primer lugar, vistieron el cadáver con sus mejores pieles y rociaron el cuerpo con rojizo ocre, pues pensaban que su alma seguía tan viva como el  fuego, cuyo color simbolizaba. A continuación, lanzaron con especial estremecimiento el cuerpo exánime al fondo de una sima en lo profundo de su cueva. Allí su alma se encontraría con los demás congéneres del clan que cayeron antes que él. Finalmente dejaron caer sus ofrendas en forma de flores, objetos especiales que portaba habitualmente el difunto y útiles que simbolizaban sus habilidades… Con gran emotividad le brindaron sus compañeros de caza un hacha de mano tallada expresamente para el ritual sobre la roca de mejor calidad de la región.

Así acabó el triste día para el clan de homínidos de la Sierra de Atapuerca y la vida para su líder.

Cientos de miles de años después su fósil vería de nuevo la luz para aportarnos los datos que incrementan nuestros conocimientos sobre la vida que llevaba y la de su clan en aquellos remotos tiempos de la evolución humana. Se trataba del cráneo número cinco y sería bautizado como Miguelón.

Fin.

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